Monday, April 18, 2016

El fenómeno de las pandillas, de los Marqueses al Clan Family



Qué importa si fue Vallejos, Rubín de Celis, Soria Galvarro o Pérez el que, preso de ira asesina se metió en los salones del CENAFI, en las tradicionales calles paceñas Loayza y Ballivián, aquella noche de carnestolendas de mediados de febrero de 1972 y enterró 16 veces la daga que atenazaba en la mano derecha en el cuerpo de Mirian Marqués, hasta darle muerte.



Unos dicen que fugó a Estados Unidos, otros que se escapó a Lima o Buenos Aires, después de apuñalar también a Freddy, el tercero y único sobreviniente de los hermanos “marqueses”, que terminó en una sala de terapia intensiva con 5 tajos en la espalda.

Ese hombre, miembro de los Tigres, de San Pedro, que se ha metido en las sombras de la noche para siempre y de quien ya muy poco se acuerdan, terminó de desenfundar el malforme fenómeno de las pandillas en Bolivia, porque, en esa línea, La Paz equivale al resto del país.

Una década antes que oficiales de Policía asaltaran el carro de caudales en Calamarca, en el camino de vincula La Paz y Oruro, los Marqueses, que llegaron a agrupar a más de 1.000 imberbes a principios de los “70, pasaron de “la joda de barrio” al crimen organizado en un tris, tanto así que las dictaduras militares siguientes que rigieron Bolivia los emplearon para patear el culo de los universitarios y jóvenes progresistas de entonces -afines al castrismo cubano y admiradores en el verbo, la música y la cultura del comandante rebelde Ernesto Che Guevara- que se oponían a que los jefes de uniforme del país cierren los centros de estudios superiores rentados por el Estado.

Las generaciones

Hasta el momento en que ese hombre se metió en los salones del CENAFI y mató sin parpadear a Mirian Marqués, alta, altísima, para la generación de los “60 y “70, siempre vestida con telas brillosas ajustadas a sus muslos y glúteos prominentes, medias a go -go y minifalda al ombligo, para convertirla en el tiempo póstumo en líder de las chicas malas y símbolo sexual, los jóvenes de aquella época se fajaban a puñetes y patadas, previamente convenidas, solo por defender la divisa de sus pendones barriales o grupales.

Esa noche de sombras tenebrosas los grupos y cuerdas de amigos se dieron de bruces con que habían despertado un monstro erguido, como en la mitología griega, del fondo de las aguas del Mar Egeo, enorme, impío, inmisericorde y, lo peor, asesino: las pandillas.

Para defenderse unos de otros -los Marqueses utilizaban cadenas para dirimir a su favor las peleas grupales- los grupos de barrio formaron grupos de choque, que se contaminaron con los de mayores propensiones al crimen.

Así, en la pacata La Paz, donde se escuchaba discurrir una cafetera de colectivo 16 cada 20 minutos o donde las doñas que limpiaban temprano las aceras de sus casas arropaban a los infaltables “borrachitos”, aparecieron como hongos los 508, los Locos del Parque, los Tigres, los Calambeques, los Caidos (no Caídos) y muchos otros grupículos de los que creían que la violencia se atenúa con más violencia.

En esa La Paz escindida de la televisión y prendida del radio, que escuchaba el Informal con Raúl Salmón, mucho antes de la comunicación global, en que se oía de asaltos como de la muerte de un obispo y que un amigo decía al otro que el coche de éste permanecía indemne en una calle hacía días, en que los robos eran noticiones por poco frecuentes, en que las fiestas juveniles comenzaban empunto las 5 y terminaban apenas pasadas las 8, sin que ninguno de los animados concurrentes haya bebido una gota del alcohol, cada barrio contaba, para bien o para mal, con una pandilla de éstas, algunas motorizadas e intimidantes como los Marqueses, muchos que cuyos miembros prominentes se hallan 10 m bajo tierra hace ya décadas; los más, enfermos mientras pagan la factura de las excentricidades y extremos del trago, cigarrillo y otras yerbas aspiradas y, los menos, mucho menos, caminan las calles para contar a quien quisiera escucharlos cómo se salvaron al retirarse a tiempo “de la joda” de aquellos años agitados y locos.

El Clan

A mediados de febrero último una cámara de seguridad registró a unos jóvenes tomándose, como por entrenamiento y para divertirse, una calle de La Paz de noche y dar una paliza a una pareja de tortolitos. La idea era quitarles algo de sus pertenencias pero también, por sobre todo, pegarles.

El hombre recibió una cuera y pudo librarse de ella al poner pies en polvorosa. La mujer, una chiquilla de 18 años, bizarra a todas luces, se enfrentó a los pandilleros. Lo peor es que entre los componentes de la plana mayor del Clan Family se hallaron a dos chicas, Yéssica Suaznábar Portillo y Diviana Alejandra Peredo.

Ellas como sus pares pandilleros, Adrián Gabriel Villafán y Yamil Andrés Chipana, golpearon sin piedad a la muchacha.

Azorado, el país, 0,3% de cuya población consume drogas, según datos de la Organización Mundial de la Salud, y que en las últimas décadas ha visto impotente y también indiferente la efusión de la criminalidad desde los vertederos del consumo de bebidas alcohólicas, el uso no regulado de las armas de fuego, y la drogadicción, vio cómo Villafane y Chipana pateaban, cual pusilánimes, en el piso a muchacha. A ella le quebraron el brazo y también a él.

Bolivia se ha puesto en 45 años en el mismo trance que le gatilló, a comienzos de 1972, el fenómeno del pandillaje, incubado en grupos y cuerdas de amigos, patente ahora en el ominoso Clan Family, grupículo liderado por jóvenes vagabundos que son sostenidos por sus padres, incluso para librarlos de la socialización que implica la cárcel.

En un país en que se ha detectado ya una proclividad al uso de armas de fuego y dueño de una tasa de homicidios menor respecto del tamaño de su población, 10,8 por cada 100.000 habitantes, más alta sin embargo que Perú, Ecuador, Argentina y Chile y por debajo de Honduras, El Salvador, Venezuela, Guatemala, Colombia y Brasil, el Clan Family, formado en la mayor de los casos por adolescentes sin brújula moral y alucinados por la filmografía occidental de la materia, vino a disparar las alarmas. Las redes sociales viralizaron la agresión y la Policía no tuvo otra que salir a cazarlos en sus guaridas.

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